Mingote fue un dibujante, ilustrador... yo lo veo más como ilustrador. Siempre estaba por ahí, 59 años en el ABC, toda la vida, casi que solamente dejó de figurar en los mass media al poco después de fallecer el 20120403. Acabó apareciendo en la radio durante muchísimos años y en Tele5, en Este País Necesita un Repaso: el programa de la tele era una variación del programa de tertulia cómica y periodística de la radio.
Con un estilo absolutamente barroco, fue de los pocos que supo usar el color de manera variada... o puede que fuera de los pocos a los que se lo permitieron, dado que ha sido considerado innecesario y caro su utilización hasta la llegada de la impresora informática casera a mediados de los años 1990. Ahí es cuando nos dimos cuenta, en casa, de que "no es tan caro como nos cuentan lo de imprimir en color"... y menos si lo haces con una tirada no unitaria, no personal, sino por centenares y miles.
Hum... puede que una página en color cueste unos 16 céntimos.
Así que la sorpresa ya no es tal cuando encontramos a pequeñas editoriales fanzinerosas que publican en color obras que venden a precios más que aceptables en los salones y ferias del comic.
Con fecha 20190119, En el diario ABC, que tantos ilustradores y humoristas gráficos ha tenido (insólito en el desierto periodístico hispano), Rodrigo Cortés le dedica el texto (así me ahorro saber si es reportaje, noticia, artículo o qué más):
100 años de Mingote: donde bailan los monos
Me enviaron el enlace. Seguramente será conocido de todos los aficionados porque ha pasado mucho tiempo desde enero... pero lo inserto aquí para el que lo quiera leer, además de poder ir al enlace. Lo que pasa es que me fío poco de los enlaces: repaso el blog y me suelo encontrar que no encuentro, que no hay nada al otro de un enlace o de una imagen tomada de internet. Todo es demasiado perecedero.
El texto es suyo, del periodista y del lector, pero las negritas de los nombres propios y las cursivas son mías, aunque las cedo. La Maginoteca, con ese inconmesurable interés por el servicio público y colectivo, ha subrayado algunas curiosidades sobre las herramientas de dibujo.
Entre los autores, hay no pocos que son humoristas del siglo XX, como Tono, y otros están vinculados o al ABC o a su entorno cultural, tipo La Codorniz, de humoristas de la prensa (los hemos señalado en azul). Ah, y también está Luis Alberto de Cuenca, que hable de lo que hable siempre sabemos que hay tebeos por ahí insertados. Pero eso ya lo sabéis, ¿no? Es que me enrollo mucho porque nunca sé si la peña pesca o papa moscas.
La luz entra del norte. «Es la mejor luz», decía.
Para dibujar, se entiende. La que mejor aprovecha la trayectoria del
sol. En realidad, lo primero que se ve al entrar en el estudio (él nunca
lo llamaba despacho, eso es cosa de notarios) es la enciclopedia
Espasa, con su paredón de lomos negros que encierra esa clase de
conocimiento que se deja encuadernar y que cambia con el tiempo. Como
primer muro que salvar. El estudio de Mingote se mantiene más o menos
como estaba y es un templo a la prudencia. A la del juicio y a otras.
Todo en él habla de quién era y muy poco de lo que creía, Mingote era
uno de esos hombres que aún no habían sustituido las ideas por las
doctrinas, se lamentaba -como presumiendo- de que podía convencérsele de
cualquier cosa. A Mingote no le molestaba lo que pensara nadie,
por si tenía razón, ni siquiera si lo dejaba por escrito; le daba
coraje, eso sí, una mala encuadernación. Probaba cada libro que
compraba, lo abría bien, boca abajo, lo agarraba por las tapas, lo
sacudía. Lo sometía a las pruebas que McLaren impone a sus coches. Luego
llenaba las páginas de notas, con esa letra inconfundible que tenía,
tan dibujada como escrita, la misma que destinaba a los monos, pues así
llamaba a sus dibujos. Sabía ser elogioso: «Tengo la impresión de que es
una fantástica y crudelísima burla de la literatura escrita por un
literario eminente…», anotaba al final de En casa del profeta, de Thomas
Mann. «Y al final lo que cuenta es evidente (…); el deseo, el sexo.
Pero si da lugar, además, a páginas como esta, el sexo, ya de por sí
respetable, se magnifica y enaltece. O sea, bien». Pensaba en privado
como lo haría en público, con la cautela que impone la inteligencia
verdadera: «El traductor del cuento no ha hecho el mejor trabajo (…), y
si al exotismo se le añade el trabucamiento (…), la lectura es poco
satisfactoria. Mejor en inglés. Supongo». Acaso ese supongo resuma su
pensamiento, poco dado a las certezas, y menos a la persuasión. Aunque
sólo fuera para evitarse el aburrimiento. Una mala encuadernación sacaba
lo peor de él, que era bastante bueno: «Observe el lector», acotaba en
una de esas hojas blancas que los editores parecen reservar a los
arrebatos, «la asquerosa encuadernación de esto que podría ser un libro y
sólo es un montón de hojas impresas entre dos cartones. Parece mentira,
hombre». Hasta ahí llegaban sus enfados. No muy lejos. El estudio de Mingote es un lugar ordenado,
dentro del desorden. Y al revés. Bajo el cristal que añade peso a la
mesa descansan aplastadas una y mil fotos, dibujos, diagramas, textos,
que no respetan en su disposición los ángulos rectos, como si hubieran
caído del cielo y el cristal los hubiera congelado en el tiempo. Allí lo
mismo cabe Louis Armstrong, con sus mofletes de negro, que una tabla de
bastidores con medidas internacionales, o unas muestras de color en
acuarela con su número de catálogo; lo mismo los teléfonos importantes
que algún artículo recortado, o Tono con un paraguas, en blanco y negro,
bajo un posavasos con la Venus del espejo tocada con el rostro de
Sophia Loren. Cosas importantes, nada más. Un pisapapeles de cristal del
centenario de Jardiel. Otro exactamente igual que el primero. Frente a
la mesa, un escritorio inglés de madera clara, hasta arriba y hasta
abajo de cajones, como de contable de Dickens, que compró en Portobello
una vez y le dio problemas en la aduana, como todo lo que se declara
poco. Botes de pinceles, botes con estilográficas; una calculadora, un
fax antiguo (¿los hay nuevos?); sellos de sellar y de los otros; una
foto de Billy Wilder con su sonrisa de cínico, que es también la de
romántico; un billete de cinco mil pesetas firmado por el que sale en la
foto; alguna lámpara, un flexo. Una caja de dos pisos de lápices de
colores, de Faber Castel, con mil rojos y mil verdes; con mil colores
distintos, aunque nunca todos: «Me falta un azul», se quejaba. Pues
entre el cobalto y el índigo y el Klein y el cian y el Prusia siempre
queda un azul por comprar que los demás no vemos. Y un millón de libros
(tirando un poco por lo alto), desde una antología deMihuraal Estatuto
de Cataluña, o Le mythe de la transition pacifique de Sophie Baby. De
Todos vosotros, de Manuel Hidalgo, a Mujeres fantásticas, de Luis Gasca,
o La era de la razón (que también el XVIII tiene en el estudio
asiento). O El libro de las hojas muertas. O La sonrisa de Eros. Y
diccionarios, claro, el de su Academia, a la que iba todos los jueves, y
el otro, el de la Moliner. Y los otros. Y suABC, encuadernado, desde
no sé cuándo hasta no sé cuándo. Y El porqué de los dichos. Y España en
la encrucijada. Y dieciocho años de poesía -del 79 al 96- de Luis
Alberto de Cuenca. Y una estantería o dos para los dibujantes amigos:
Chumy, El Roto, Martinmorales… Y otra -más bien a trasmano- para sus
propios libros, que buscan la sombra medio apilados. Como con sonrojo.
Y, claro, las greguerías, que por eso hablaba Mingote de los tres
Ramones, para él Gómez de la Serna (el único sin apellidos), Valle, el
del brazo perdido, y (no lo toques ya más) Jiménez, con jota. Que así
era Jiménez. Paredes y paredes, cinco (por un recodo que una vez quiso
ser baño), tapizadas de volúmenes que apenas dejan espacio para un par
de butacas verdes y un sofá gastado. Y una mesa baja de cristal, también
infestada de letras. Y una silla alta, altísima, de madera, como para
visitantes ilustres (en realidad, una escalera para alcanzar los
estantes altos). Y otra de metal y cuero de Le Corbusier, sobre la que
advertía al visitante: «Tú sabrás si quieres sentarte: es de diseño». Y
un par de alfombras de lana, una grande y otra pequeña, con motivos
geométricos, para sostenerlo todo, que allí no se cae nada. Y por fin esa luz del norte que inunda el estudio y,
en el ocaso, lo convierte en un contraluz penumbroso que da la medida
exacta de sus volúmenes, que no son sólo los físicos, cuando desaparece
el detalle y sólo queda lo que importa. Y una cita de Azaña en la pared:
«La libertad no hace felices a los hombres, los hace, simplemente,
hombres». Para que nadie se haga ilusiones.Mingote se levantaba con el sol y se tomaba un café
con leche -muy clarito- y algo de fruta. Se iba paseando al Gijón, o al
Café de Oriente, o a Riofrío, según. Cruzando el Retiro. De camino
compraba los periódicos y desayunaba otra vez en el café de turno, donde
los leía con calma y veía qué se cocía; anotaba aquí y allá; pergeñaba
en una libreta de 11 x 7 el boceto de su mono del día. Le bastaban
cuatro líneas, tenía tan domesticado el lápiz que sólo salía de él lo
que quería, que era poco y exacto, con la misma sencillez engañosa con
que Fred Astaire bailaba o escribía Twain. (En el cajón superior de la
mesa -el de la izquierda según se sienta uno- abundan aún esas
libretitas llenas de ideas y trazos; en el de la derecha está el celo;
los clips, las reglas, la grapadora; las gomas, el sacapuntas). Cuando regresaba a casa, a eso de las diez,
hacía el mono como Dios manda, primero a lápiz -a menudo un par de
veces, para elegir el mejor-, y luego lo pasaba a tinta, que tanto podía
ser Talens como podía ser Parker, o Winsor & Newton, o la que
fuera, que en eso no tenía manías; sobre un papel satinado de alto
gramaje, de la marca Guarro. Con tintero y plumilla. O a veces con
pincel, sobre papel de acuarela. Si necesitaba borrar, usaba el gouache
blanco. Los primeros años iluminaba (así lo llamaba él) con tramas, de
las de los tebeos de antes; luego, con acuarela o lápiz. O con el mismo
café, si se le caía -y se le caía mucho-, que el talento todo lo
aprovecha. A las doce tenía el mono hecho. Mingote era un gran
pintamonas. El periódico mandaba entonces a un motorista a por la
ilustración, al que sustituyó luego el fax, y por fin el mail, que
también va en moto. Si quería tomarse vacaciones (que en general le
aburrían, como le aburría viajar), tenía que preparar una nevera de
dibujos veraniegos, de efemérides, de dichos, de costumbres. Despegada
de la actualidad. Pero mandaba sin dudar un mono nuevo si saltaba la
noticia: un viñetista es siempre un poco reportero, aunque a Mingote le
gustaba darse unos días para digerir las novedades y no decir cualquier
tontería. Luego se dedicaba a sus cosas, que eran muchas.
A su mujer, por ejemplo, Isabel, que era la que hablaba por teléfono,
la que le hacía la agenda. La que le apartaba los obstáculos del camino.
Escuchar hablar a Isabel es un espectáculo: se sale de la vía principal
apenas la toma y dibuja con cada frase un paisaje nuevo. No le van los
mapas, ni otro orden que no sea el propio, va al mercado con metro para
asegurarse de que la lubina le cabe en el horno. Su sobrino Óscar -una
metralleta lenta- le puso, de niño, Totón a Mingote, el nombre con el
que ya se quedó en la familia; a veces se deja caer por la casa y le
completa las frases, que ella, a la vez, completa también. Menuda es.
Toca entonces cazar las palabras a lazo, o con cazamariposas, o por la
vía del recuerdo aproximado, que es, de todos los recuerdos, el que
mejor sirve. Isabel, a sus ochenta y nueve casi, ejerce aún de esposa,
nunca de viuda. «Sin mi mujer», dejó Mingote escrito, «me disiparía como
el humo». Mingote era de echarse la siesta,
como los hombres importantes que no saben que lo son: «Para que un
hombre esté despierto», decía, «debe despertarse dos veces». Lo que
funciona también como metáfora. Si podía, bajaba a pintar al otro
estudio, al que sustituyó en los 90 el viejo piso de Alcalá; el de
arriba era para el dibujo y la escritura. Mingote -como arriba, abajo-
se entregaba a la filosofía a su manera, la de Hombre solo, el
manifiesto dibujado por el que prefería que lo recordaran, un tratado
inapelable sobre el asombro y el desconcierto. Sobre la duda. La mirada
del poeta que rompe los adoquines con ese globo que tantas veces dibujó y
que lo resumía todo sin explicarlo; y que una vez quiso pintar al óleo:
«Este cuadro no tiene título», le dijo a su cámara de VHS mientras la
probaba un día, medio descamisado, con música atronadora de fondo, «pero
se supone que es bastante aleccionador». Mingote sostenía, un poco a la
aragonesa, que la pintura servía para explicar la vida. Que para eso
pintaba él la cola del autobús, para que la gente supiera cómo era y no
se extrañara luego. Luego añadía a la cola un señor con armadura, o un
torero. O un astronauta. Aún resuena la voz de Mingote en el dormitorio de
Isabel, cuando alguien, medio despistado, llama a su casa del barrio de
la Estrella y hace saltar el contestador: «Este es el 91 574…», declama
Totón con voz guasona. «Si tiene usted algo que decirnos, que no me
extrañaría, hágalo después del pito que suena a continuación. Gracias».
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